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Gracias a mi padre, desde pequeño, sentí una especial atracción por el cine y, concretamente por el de aventuras. Hoy les dejo con "Tarzán de los monos", la primera entrega de todo un clásico del cine de aventuras. Espero que lo disfruten a pantalla completa y a 4:3.
Un consejo para saborear esta entrada. Arranquen el siguiente vídeo y escuchen la canción mientras leen el texto.
Hace tiempo que debería haber escrito ésta u otra entrada similar, aquí o en cualquier otro lugar. Sencillamente, se lo debía.
Gracias a ellos descubrí algunas cosas muy importantes en mi vida. No piensen en nada trascendental o profundo, más bien son pequeños detalles pero que, vistos ahora desde la lejanía del tiempo, han conseguido hacerme un poco más feliz.
Santi y Fermín, dos chicos algo mayores que yo, que venían de la capital, concretamente de Torrejón de Ardoz, que habían nacido en Canadá y que tenían unos primos holandeses. Vaya cóctel para un chico de provincias como yo en aquellos últimos años de la década de los 70.
Su abuela, vecina del barrio, enseguida nos presentó para que nuestra pandilla jugara con ellos. No recuerdo por qué razón enseguida conectamos, cosa que no ocurrió con el resto de amigos y que nunca dudaron en reprocharme ("ya verás cuando se vayan", "luego no nos llames a nosotros"). Cosas de niños pero que, en su momento, eran tremendamente importantes y trascendentales. Eran momentos de duda, de tensión, sobre todo cuando tenías que elegir "inmediatamente" entre jugar al rescate con tu pandilla de siempre o descubrir cosas diferentes con tus nuevos compañeros.
Con los amigos de todos los días quedabas en la calle, jugabas en los alrededores y casi nunca subías a sus casas, solamente si habías quedado en pasarlos a buscar. Lo de estar en casa jugando no se llevaba en aquella época, pues ¿a qué ibas a jugar? Ni un buen partido de fútbol ni un rescate se podían jugar entre cuatro paredes.
Sin embargo, mis nuevos amigos me brindaron enseguida amablemente la posibilidad de subir a casa de su abuela para hacer cosas que yo desconocía. No, no piensen mal, eso vendría algo más tarde.
Los canadienses, como los llamábamos nosotros, tenían radiocasette y cascos, algo de lo que carecíamos la mayoría de nosotros en aquellos días. Si algún joven de hoy en día leyera esta historia mientras escucha música con su mp4, ipod o teléfono, pensará que lo que cuento es imposible. Pero no, a finales de los setenta, casi ningún niño disponía en casa de ningún aparato de música, salvo la radio.
Sin embargo, la cosa no quedaba ahí, era aún más grave. la música que traían para escuchar era grabada de discos originales, de los LP de 33 revoluciones, que escuchaban en una cadena de música con pletina para cintas. ¡Uf!, eso ya era demasiado, unos amigos medio extranjeros con cadena de música. Ahora eso sí, estaban bien enseñados y me decían que sus padres les hacían echar unas monedas después de escuchar música para que, con ese dinero, se pudiera cambiar la aguja que leía los discos y que supongo costaba una cantidad importante de pesetas.
Pero, ¿qué música traían? Pues, básicamente, una cinta de "Equinoxe", de Jean Michel Jarre, en la que al final, para aprovechar el espacio y no dejarlo en blanco hasta el final de la cara, habían grabado el himno de Canadá.
Gracias a ellos descubrí la música electrónica que, con el tiempo, me acercaría a otros autores como Vangelis, Mike Oldfield, Alan Parsons, Kítaro, etc. Pero lo importante no fue el descubrimiento de ese tipo de melodías, si no el placer de escucharlas tranquilamente, eso me parecía algo de mayores. Había llegado el momento de no estar todo el día corriendo de acá para allá, había que hacer otras cosas.
Recuerdo perfectamente como en una habitación de dos camas nos tumbábamos a escuchar la cinta, una y otra vez, imaginando lo que quería trasmitir, relacionando cada acorde con algo conocido, aprendiéndonosla casi de memoria.
Los humanos aprendemos por repetición y hay músicas y letras de canciones que permanecen escondidas en nuestra memoria, muchas veces sin que seamos conscientes de ello, de tanto haberlas escuchado. En otra ocasión les hablaré de mis visitas a la Fonoteca de Zamora, un lugar donde se podía escuchar la música que nos gustaba para todos aquellos que no teníamos dinero ni medios para hacerlo en casa.
Nos quedamos en aquella habitación de Maxi, o de "la zarzosa" como la llamaban en mi casa, pero que no era otra que la abuela de los canadienses. Allí también descubrí algo muy importante en mi vida, pero esa será otra historia.
Seguro que comparten conmigo la opinión de que para conocer cualquier cosa bien hay que probarla o sentirla en primera persona. Pues bien, hoy les traigo un recuerdo que les había prometido cuando hablé de ciertos fluidos corporales con ocasión del cumplimiento del servicio militar.
Si aquella entrada les pareció algo escatológica, espero pillarles en esta ocasión con la digestión bien hecha y les prevengo que la de hoy no es la ideal para acompañar cualquier tipo de tentempié.
Uno de los cometidos de la "Sección de Acción Inmediata" (SAI) de la Policía Aérea (PA), una especie de hombres de Harrelson de pacotilla...
... era el acompañamiento de cualquier vehículo civil dentro del recinto militar fuera del horario habitual. Es decir, a determinadas horas, en este caso al anochecer, cualquier vehículo que entrara al cuartel debía ser acompañado y "vigilado" por un miembro de esta sección de la policía.
Nada más ser asignado a esa unidad comienzas a oír hablar de "acompañar al guarro" como uno de los servicios que a nadie le gusta realizar. Te cuentan un poco como es la cosa pero hasta que no lo vives en primera persona no compruebas realmente que, a veces, la realidad puede superar a la ficción.
Por fín llegó ese gran día. Una furgoneta blanca esperaba en el control de seguridad detrás de la barrera que da acceso al recinto. Con aplomo me encaminé hacia el vehículo y abrí la puerta del copiloto. Antes de que ni siquiera pudiera abrir la boca para saludar al conductor, un olor que todavía hoy no sabría muy bien definir me dejó los sentidos abotargados. Me imagino que mi acompañante, nada más ver mi cara, adivinó enseguida que se trataba de mi primer servicio con él, no porque no me conociera sino, más bien, por la expresión de asco que supuse debí poner en aquel momento.
La escasa distancia que separaba la entrada del cuartel del comedor se me hizo eterna. No veía el momento de llegar a nuestro destino. Como si se tratara del protagonista de cualquier película de miedo que se precie, intentaba mirar hacia atrás para intentar descubrir qué era aquello que podía producir un olor tan nauseabundo, sin embargo algo me impedía girar el cuello hacia atrás.
En el momento en que la furgoneta se detuvo y el conductor se bajó, comprendí enseguida cual era su objetivo: recoger los desperdicios sobrantes del comedor. Sin moverme del coche y casi del asiento, a través del espejo exterior vi como mi acompañante acercaba los cubos a la parte trasera de la furgoneta. Cuando el portón trasero se abrió tuve el arrojo necesario para volver la vista atrás y contemplar, boquiabierto, el origen de semejante fragancia.
Ante mis ojos se extendía una especie de collage del desecho. Tanto del suelo como de los laterales de la parte trasera de aquella furgoneta jamás se habría podido deducir que algún día habían sido blancos. Todo estaba salpicado de restos de comida, de diferentes colores, texturas y épocas, conformando estalactitas y estalagmitas en diversos grados de sequedad. La imagen se asemejaba más a un escenario de la matanza de Texas que a un medio de transporte.
Mientras mi rostro reflejaba asco y extrañeza a partes iguales, "el guarro", que a estas alturas del relato ya habrán descubierto el origen de su nombre, permanecía entretenido vaciando los contenedores dentro de la furgoneta. Una vez que tan exquisita y codiciada mercancía estaba a buen recaudo, comenzamos el camino de vuelta hacia la salida del cuartel.
Por fin nos detuvimos delante de la barrera de seguridad y abrí la puerta para bajarme de la furgoneta. ¡Qué satisfacción! Nunca me he alegrado tanto de bajarme de un coche, ni después de un viaje con un mal conductor ni creo que de una posible experiencia con Carlos Sainz o Fernando Alonso. Bajar de aquel vehículo fue volver a la realidad, el olfato funcionaba e incluso el cuartel parecía haberse convertido en un campo de azahar. Aire puro, limpio. Debí de suspirar.
Hace algún tiempo les traje la historia de una curiosa entrevista de trabajo que mantuve años atrás y, en aquel momento, les prometí que volvería sobre el tema.
Pues bien, ha llegado la hora de recordar la primera de las muchas entrevistas laborales que he tenido que realizar, como supongo que ustedes, a lo largo de mi trayectoria profesional.
La verdad es que la recuerdo no por ser la primera si no, más bien, por lo peculiar que fue. Los recuerdos son algo difusos, por ejemplo ignoro exactamente en qué año se produjo (1988, 89 ó 90); sin embargo, recuerdo que la posibilidad de trabajo llegó de la mano de uno de mis mejores amigos y compañeros de clase cuando estábamos estudiando la carrera de Psicología en Salamanca.
Acudí a la cita, junto con mi amigo, sin mucho ánimo y con bastantes reticencias. La información que había era poca y todo se concretaría en el encuentro marcado. Lo primero que me sorprendió fue que la entrevista tendría lugar en la propia casa del entrevistador, un psicólogo especialista en terapias psicoanalíticas que utilizaba parte de su vivienda como gabinete profesional.
El tema no me atraía en absoluto pues mis preferencias y expectativas laborales no iban encaminadas en esa dirección. Después de los saludos iniciales y supongo que una invitación a café, nos sugirió que nos presentáramos. No recuerdo si hablé en primer o en segundo lugar, pero sí que mis palabras salían con dificultad de mi boca y en un tono demasiado bajo. La seguridad y el aplomo de mi compañero debieron contrastar aún más con mi término de comparación.
Si la memoria no me falla, el entrevistador pasó luego a concretarnos la oferta laboral. Es una pena carecer de algún testimonio gráfico de las caras que imagino que comencé a poner cuando el psicólogo clínico nos iba explicando el contenido de nuestro trabajo. Si recuerdo bien, sus terapias se basaban en un adecuada relajación del paciente, lo cual se conseguía gracias a un colchón que, curiosamente, el vendía a sus pacientes. Sí, sí, han escuchado bien, los pacientes que acudían a su consulta debían salir de ella con un colchón bajo el brazo. Ese debía ser nuestro objetivo.
De los aspectos meramente laborales y crematísticos no consigo acordarme, supongo que se trataba de un trabajo a comisión que, en realidad, nada tenía que ver con la psicología clínica.
Desconozco si vendió o no muchos colchones, e incluso si ahora pueda ser uno de los máximos accionistas de Lo Mónaco. Semejante individuo, que responde a las iniciales de J.S., supongo que no habrá llegado a mucho en el campo de la psicología clínica. Desde luego así lo espero por el bien de sus pacientes y de la profesión.
Psicólogos como éstos y otros charlatanes capaces de curar cualquier tipo de trastorno han hecho muchísimo daño a la profesión, introduciendo oscurantismo y palabrería a una labor que debe ser ejercida con dignidad y exhaustiva profesionalidad, amén de otra serie de principios éticos y deontológicos que no es el momento ni el lugar de recordar.
Pero, ¿y ustedes?, ¿también han tenido entrevistas de trabajo curiosas?
El domingo pasado, intentando buscar algo medianamente digerible en la televisión para acompañar la sobremesa, me topé en un canal autonómico con una película que en su momento, allá por 1990, me quedé con ganas de ver, "Despertares".
La película, basada en hechos reales, narra la historia de un neurólogo que cambia el modo de ver y de tratar a un grupo de pacientes internados en una institución para trastornos mentales. Su capacidad para saber mirar de otra forma a esas personas en estado casi catatónico, consecuencia de una epidemia de encefalitis letárgica que sufrió Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX, junto con su apuesta por un innovador tratamiento con una sustancia denominada l-dopa consiguen resultados alentadores sobre todo en Leonard, uno de los pacientes interpretado por Robert De Niro.
La historia está basada en las experiencias del eminente doctor Oliver Sacks, al que da vida en la película Robin Williams, aunque bajo otro nombre.
La película y la figura de Sacks me hicieron recordar mis tiempos de estudiante de Psicología y recuperar mi interés por aspectos como la memoria y la pérdida de ella. Tal vez por eso, incoscientemente, este blog este dedicado a mis recuerdos y las emociones que despertaron.
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