miércoles, 24 de junio de 2009

Y tú ¿qué ves?

Aunque les parezca mentira, hay ocasiones en las que, consciente o inconscientemente, distorsionamos la realidad, nuestra propia percepción, por diferentes motivos. Hoy les traigo, como ya empieza a ser habitual, un famoso estudio de psicología social sobre el conformismo y la presión social.

Si definimos la conformidad como el "grado hasta el cual los miembros de un grupo social cambiarán su comportamiento, opiniones y actitudes para encajar con las opiniones del grupo", el "efecto Asch", que hoy les presentamos y llamado así gracias a su descubridor Solomon Asch, demuestra que la opinión individual tiende a cambiar y "plegarse" a la opinión del grupo.

El experimento, disfrazado como un estudio sobre la capacidad de visión, consistía en mostrar a un grupo de sujetos una línea vertical a través de un proyector durante breves segundos, pero los suficientes para mantener en la memoria a corto plazo el tamaño de la raya. Pasado un tiempo, se proyectaba otra imagen con tres rayas (A, B y C) de diferente longitud para que los sujetos contestaran a viva voz, ante los demás y por orden, cuál creían que era la línea que había sido mostrada en primer lugar.

Se incluía al verdadero sujeto de estudio dentro de un grupo de "compinches" en el que todos debían proporcionar una respuesta claramente falsa.

Tres son los motivos por los cuales una parte de los sujetos (aproximadamente un tercio) se plegaban a la opinión de la mayoría:

  1. Un reducido número de ellos, alegaba una distorsión perceptual, argumentando que la respuesta del grupo se correspondía verdaderamente con el patrón mostrado con anterioridad.

  2. La mayor parte presentaba una distorsión del juicio. Los sujetos se dan cuenta de que su criterio es diferente al del grupo y lo cambian porque suponen que se equivocaron. Situación que también podríamos analizar desde la teoría de la disonancia cognitiva, de la que ya hablamos aquí, pues el individuo no podría tolerar mantener su opinión mientras piensa que es falsa. De esta forma, adoptando la postura de la mayoría, resuelve ese pequeño conflicto interno.

  3. Otro grupo minoritario respondió a una distorsión de la acción. Para ellos no distinguirse del grupo era de vital importancia. Obviaban el propósito del experimento (juzgar la longitud de las líneas) con tal de no parecer diferentes. No necesariamente suponían que el grupo tuviera razón. Es decir, no distorsionaban el juicio si no que sentían el impulso de adoptar la respuesta colectiva (por ejemplo, debido a sentimientos de inferioridad, inseguridad, miedo al rechazo).

Evidentemente, el porcentaje de sujetos que adoptaba la opinión de la mayoría variaba en función del número de personas que conformaban el grupo y también de la posición que ocupaba el sujeto en cuestión respecto al resto, pues no es lo mismo hablar el segundo, cuando sólo ha habido una respuesta errónea, que el último, cuando todos los anteriores han coincidido en una opción incorrecta.

Como es lógico, seguro que después de leer este pequeño artículo habrán recordado alguna situación en la que deliberadamente hayan cambiado su opinión. Si es así, intenten recordar cuál fue el motivo y en cual de los tres grupos descritos se incluirían. Espero sus comentarios.

Mientras tanto, seguiremos intentando ofrecer una mirada distinta de nosotros mismos, tal vez eso nos ayude a conocernos un poco más.

domingo, 21 de junio de 2009

Galería de recuerdos (II)

Compañera inseparable en las largas noches de invierno de una ciudad como Zamora que, en los años 70 del pasado siglo, podría pasar por capital mundial del clima continental. En aquellos tiempos sin calefacción, la bolsa de agua caliente intentaba mitigar el frío reinante en las casas, sobre todo a la hora de acostarse.

Todavía soy capaz de recordar su tacto tan peculiar y, sobre todo, su olor característico, ese olor a goma caliente. Un aroma que creo que podría identificar entre un millón y que forma parte indeleble de mi memoria.

Nuestras madres las llenaban con agua caliente y nos las colocaban en la cama un poco antes de acostarnos, para que las sábanas fueran perdiendo esa frialdad tan molesta en esa época del año. Cuando llegaban los "dos rombos" y teníamos que marcharnos, cual exiliados, a dormir, la bolsa de agua caliente había cumplido ya su primera función y al deslizarnos bajo las sábanas, éstas mostraban cierta calidez.

Después, bajo los pies, la bolsa nos iba soltando calor durante algo más de tiempo, a veces el suficiente para conseguir que nos quedásemos dormidos. Pero este aliado fiel también nos acompañaba en los momentos de enfermedad, pues se convertía en remedio contra gripes, dolores de barriga, y en general cualquier afección susceptible de mejorar bajo el principio de "ponte un poco de calor y ya verás como se te pasa; te preparo la bolsa de agua caliente". Yo creo que, inconscientemente, las mujeres de la época le atribuían propiedades casi mágicas.
Sin embargo, para situaciones de "haber cogido frío" o dolores muy agudos de tripa, el remedio era diferente. En esos casos entraba en escena otro curioso artilugio: la "tapadera".

Una tapadera de barro que se calentaba en el fuego de la cocina y que, rodeada de un paño de cocina, gasa fuerte o toalla, se aplicaba a la zona afectada, una vez que mamá había comprobado, como en las planchas, que ya no quemaba. Una vez colocada, la verdad es que en los primeros momentos se pasaba mal, pues el calor era demasiado intenso y había que luchar contra el "no te la quites que ya no está caliente". También recuerdo perfectamente aquel olor, una mezcla de barro caliente y de toalla a punto de quemarse.

Como ven, hoy los recuerdos nos visitan en forma de olores.

miércoles, 17 de junio de 2009

¿Nos conocemos?

¿Hasta qué punto nos conocemos a nosotros mismos?, ¿sabemos lo que seríamos capaces de hacer en determinadas situaciones?, ¿somos conscientes de nuestros propios límites?

Algo en nuestro cerebro nos puede hacer "saltar" en un momento determinado, despertando nuestros instintos más primigenios y revelándonos como seres primarios, más básicos de lo que pensamos. Lógicamente, ese punto concreto que separa la cordura de la locura, lo correcto de lo incorrecto, lo moral de lo inmoral, lo salvaje de lo civilizado, varía con cada persona. Sin embargo, hoy les traigo un famoso experimento que nos sorprenderá, proporcionándonos una imagen de nosotros mismos que no nos gustaría ver reflejada en un espejo.

En 1971, Philip Zimbardo en la Universidad de Stanford realizó un estudio de psicología social que conmocionaría a la comunidad científica durante mucho tiempo y que pondría en tela de juicio los criterios éticos que deben guiar la realización de estudios con personas.

Como en casi todos los experimentos científicos, se reclutó a voluntarios sin que supieran exactamente el objeto de estudio, que en este caso, y grosso modo, pretendía averiguar las causas de la violencia en los centros penitenciarios estadounidenses. A través de anuncios en los periódicos y bajo la promesa de una paga de 15 dólares, se seleccionó a 24 sujetos universitarios, sanos y estables psicológicamente, distribuyéndolos en dos grupos que debían representar los roles de prisioneros y de guardianes dentro de una prisión ficticia y durante 15 días.

Para facilitar la identificación con el rol correspondiente:
  • los guardianes recibieron ropa militar, una porra, gafas de sol de espejo (para impedir el contacto visual con los prisioneros), trabajarían a turnos y podían volver a su casa en las horas libres.

  • los prisioneros debían vestir únicamente batas con un número bordado (por el que se les llamaría), no llevarían ropa interior, calzarían unas sandalias incómodas y arrastrarían un trozo de cadena atada a sus pies. Lógicamente, a este grupo no le estaba permitido salir de su "prisión" (un sótano de la universidad acondicionado al efecto).
Estaba prohibido utilizar la violencia física pero los guardianes debían dirigir la prisión de la forma que considerasen oportuna. En cuanto a los prisioneros, fueron arrestados en sus casas por policías de verdad y tuvieron que pasar por comisaría y realizar todos los trámites necesarios, como cualquier otro detenido , antes de ingresar en la prisión ficticia.


Ocho dias antes de lo esperado el experimento tuvo que ser suspendido. Dejemos que el propio Zimbardo nos lo explique con sus propias palabras:

“Al final de los seis días fue necesario cerrar nuestra prisión de pacotilla, porque lo que vimos era aterrador. Ya no estaba claro, ni para nosotros ni para la mayoría de los sujetos, dónde acababan y dónde empezaban los papeles. En efecto, la mayoría se habían convertido en “prisioneros” y “guardianes” incapaces de diferenciar nítidamente entre ese personaje y su yo. Se produjeron cambios dramáticos en casi todos los aspectos de su conducta, su pensamiento y su afectividad. En menos de una semana, la experiencia de encarcelamiento deshizo (temporalmente) toda una vida de aprendizaje; los valores humanos se suspendieron, quedaron conmovidos los autoconceptos, y emergió el lado más vil, feo y patológico de la naturaleza humana. Quedamos aterrorizados porque vimos a algunos muchachos (“guardianes”) tratar a otros como si fueran despreciables animales, recreándose en la crueldad, mientras otros muchachos (“prisioneros”) se conviertieron en robots serviles y deshumanizados que sólo pensaban en escapar, en su propia supervivencia individual, y en su creciente odio a los guardianes.”

Si Thomas Hobbes levantara la cabeza se reafirmaría en su opinión de que “el hombre es un lobo para el hombre”.

Tal vez esta imagen de nosotros mismos no sea de nuestro agrado, pero seguro que casi todos somos capaces de pensar rápidamente en las implicaciones que este estudio tiene en diferentes ámbitos de nuestra vida (mobbing, ideologías, sectas, cárcel de Abu Ghraib, etc.)

Este tránsito de la inocencia a la maldad, del cordero al verdugo, ha sido recogido por el propio Zimbardo en su libro "El efecto Lucifer", en el que detalla todo lo relativo a aquel experimento a la vez que trata de dar respuesta a la pregunta ¿por qué los chicos buenos hacen cosas malas?

¿No éramos seres civilizados? Volveremos sobre el tema

jueves, 11 de junio de 2009

¡Baja la baraja!

Con esta sección pretendo recordar aquellos juegos que llenaron horas y horas de diversión en nuestra infancia, en esos años en los que todavía se podía jugar en la calle.

Dentro del colegio y en sus inmediaciones, los juegos tenían un carácter estacional, en invierno, por ejemplo, la humedad de la tierra permitía poder jugar al clavo; durante el verano, sin embargo, tomaban protagonismo las bolas (canicas) y los chapetes pues el tiempo permitía poder tirarte en el suelo sin riesgo de ir para casa hecho un cromo.

A los cromos, de los que también hablaremos aquí en su momento, se podía jugar en cualquier época, lo mismo que a juegos como el rescate, el bote, el escondite, churro va, luz, dispararse arroz, etc.

Hoy, por el contrario, les voy a hablar de juegos que compartía con otros amigos, no los del colegio, si no los del barrio. Aquí también había infinidad de alternativas: vistas, policías y ladrones, tirachinas, lanza pinzas...

En una esquina de la Pza. San Gil (hoy Maestro Haedo), lugar en el que transcurrió gran parte de mi infancia, sentados en el portal de la casa del vendedor de alfombras, de espaldas a la plaza, jugábamos a adivinar el nombre del coche que pasaría por delante de nosotros únicamente por su sonido. Era un juego que requería mucha práctica aunque la verdad es que la variedad de modelos de la época parecería ridícula en nuestros días. Por aquellos tiempos circulaban R12, Simca 1000, Dyan6, Seat 124, Seat 1500, Seat 600, R4, R6, R7, Citröen 2cv, algún tiburón, y pocos más.

Sin embargo, son otros coches de los que me propongo hoy hablarles. Coches que nunca pasarían por nuestra esquina y que para nosotros suponían un mundo nuevo y apasionante. A algún amigo le regalaron una pequeña baraja como la de la foto y con ella pasamos muchísimas horas de diversión.


El juego, que la mayoría de las veces era entre dos jugadores aunque se podía jugar con más, consistía en barajar las cartas y repartirlas en igual cantidad. Una vez repartidas, cada jugador las colocaba en un único taco mirando hacia sí. El jugador que comenzaba la partida debía valorar su carta, su coche, en función de la velocidad, potencia, cilindrada, peso y alguna otra característica. Con la práctica, sabías de cada coche cual era su punto fuerte, entonces por ejemplo decías, potencia 220 cv y si la carta de tu oponente tenía una potencia inferior se la ganabas, colocándose las cartas al final de tu taco. Así con cada carta, con cada coche. No me acuerdo muy bien si cada ronda era de un coche, o si ganabas seguías pidiendo, pero el caso es que ganabas lógicamente cuando te quedabas con todas las cartas.

Recuerdo que el de mayor velocidad era el "De Tomaso Pantera", la carta más deseaba, pues ganaba a todas las demás. Sin embargo, cuando quedaban pocas cartas, tu rival podía imaginar que carta tenías y pedirte peso, con lo cual tu flamante deportivo, más liviano, se iba camino del montón de cartas del rival. No podríamos oirlos, pero, desde luego, los conocíamos a la perfección.

Después de muchas partidas, la tarde solía acabar con un "mañana a la misma hora, baja la baraja".

miércoles, 3 de junio de 2009

Marín en el corazón


En mi familia jamás ha habido tradición militar. Hasta donde yo conozco ninguno de mis antepasados optó por la vida castrense, sin embargo antes de iniciar el bachillerato intenté informarme un poco de cómo sería el acceso a la Escuela Naval de Marín, pues siempre me había llamado la atención eso de “la marina”. En la antigua zona me informaron que todavía tenía que esperar algunos años debido a mi corta edad. Durante ese tiempo, también me surgieron otras inquietudes pero, sin duda, fue mi padre el que, conociéndome un poco, me desaconsejó tomar ese camino: “no te veo vestido de militar, es muy duro y hay mucha disciplina”. Y es que por aquellos años yo ya había empezado a “sacar la oreja” un poco.

Al final me decidí por continuar con el bachillerato, hacer la selectividad y acceder a la universidad. No me arrepiento de la decisión tomada, sin embargo Marín sigue estando presente en mi corazón y, a veces, como ahora, me pregunto que hubiera sido de mí, de mi vida, si hubiera tomado ese camino.

Un antiguo amigo, compañero de baloncesto ocasional, siguió ese camino, viajó en el "Juan Sebastián Elcano", gracias a lo cual conoció por tierras argentinas a su actual mujer, se especializó en aviación naval, y hoy supongo que será un buen mando de nuestra armada. No lo he vuelto a ver pero cada vez que lo recuerdo o alguien me habla de él la verdad es que siento cierta “envidia”.

Todavía hoy me emociono, y no me da vergüenza reconocerlo, cuando veo imágenes de nuestro buque escuela, pues me imagino enrolado en su tripulación, también cuando pasa un marinero vestido de bonito, con su traje inmaculado y ese porte tan especial, pues automáticamente me veo reflejado en un espejo y, por supuesto, cuando cada año dan imágenes de la entrega de despachos. ¡Cómo me habría gustado estar ahí!

Tal vez aquella ilusión haya contribuido, hoy tierra adentro, a mi afición por el mar y los veleros, lo mismo que las primeras vacaciones en la playa, en Coruña, y aquél primer paseo en barco del que algún día tendré que hablar aquí.

Mientras tanto, les dejo con este hermoso vídeo que espero que les guste tanto como a mí.