lunes, 3 de mayo de 2010

En primera persona

Seguro que comparten conmigo la opinión de que para conocer cualquier cosa bien hay que probarla o sentirla en primera persona. Pues bien, hoy les traigo un recuerdo que les había prometido cuando hablé de ciertos fluidos corporales con ocasión del cumplimiento del servicio militar.

Si aquella entrada les pareció algo escatológica, espero pillarles en esta ocasión con la digestión bien hecha y les prevengo que la de hoy no es la ideal para acompañar cualquier tipo de tentempié.

Uno de los cometidos de la "Sección de Acción Inmediata" (SAI) de la Policía Aérea (PA), una especie de hombres de Harrelson de pacotilla...



... era el acompañamiento de cualquier vehículo civil dentro del recinto militar fuera del horario habitual. Es decir, a determinadas horas, en este caso al anochecer, cualquier vehículo que entrara al cuartel debía ser acompañado y "vigilado" por un miembro de esta sección de la policía.

Nada más ser asignado a esa unidad comienzas a oír hablar de "acompañar al guarro" como uno de los servicios que a nadie le gusta realizar. Te cuentan un poco como es la cosa pero hasta que no lo vives en primera persona no compruebas realmente que, a veces, la realidad puede superar a la ficción.

Por fín llegó ese gran día. Una furgoneta blanca esperaba en el control de seguridad detrás de la barrera que da acceso al recinto. Con aplomo me encaminé hacia el vehículo y abrí la puerta del copiloto. Antes de que ni siquiera pudiera abrir la boca para saludar al conductor, un olor que todavía hoy no sabría muy bien definir me dejó los sentidos abotargados. Me imagino que mi acompañante, nada más ver mi cara, adivinó enseguida que se trataba de mi primer servicio con él, no porque no me conociera sino, más bien, por la expresión de asco que supuse debí poner en aquel momento.

La escasa distancia que separaba la entrada del cuartel del comedor se me hizo eterna. No veía el momento de llegar a nuestro destino. Como si se tratara del protagonista de cualquier película de miedo que se precie, intentaba mirar hacia atrás para intentar descubrir qué era aquello que podía producir un olor tan nauseabundo, sin embargo algo me impedía girar el cuello hacia atrás.

En el momento en que la furgoneta se detuvo y el conductor se bajó, comprendí enseguida cual era su objetivo: recoger los desperdicios sobrantes del comedor. Sin moverme del coche y casi del asiento, a través del espejo exterior vi como mi acompañante acercaba los cubos a la parte trasera de la furgoneta. Cuando el portón trasero se abrió tuve el arrojo necesario para volver la vista atrás y contemplar, boquiabierto, el origen de semejante fragancia.

Ante mis ojos se extendía una especie de collage del desecho. Tanto del suelo como de los laterales de la parte trasera de aquella furgoneta jamás se habría podido deducir que algún día habían sido blancos. Todo estaba salpicado de restos de comida, de diferentes colores, texturas y épocas, conformando estalactitas y estalagmitas en diversos grados de sequedad. La imagen se asemejaba más a un escenario de la matanza de Texas que a un medio de transporte.

Mientras mi rostro reflejaba asco y extrañeza a partes iguales, "el guarro", que a estas alturas del relato ya habrán descubierto el origen de su nombre, permanecía entretenido vaciando los contenedores dentro de la furgoneta. Una vez que tan exquisita y codiciada mercancía estaba a buen recaudo, comenzamos el camino de vuelta hacia la salida del cuartel.

Por fin nos detuvimos delante de la barrera de seguridad y abrí la puerta para bajarme de la furgoneta. ¡Qué satisfacción! Nunca me he alegrado tanto de bajarme de un coche, ni después de un viaje con un mal conductor ni creo que de una posible experiencia con Carlos Sainz o Fernando Alonso. Bajar de aquel vehículo fue volver a la realidad, el olfato funcionaba e incluso el cuartel parecía haberse convertido en un campo de azahar. Aire puro, limpio. Debí de suspirar.

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