miércoles, 24 de marzo de 2010

Galería de recuerdos (IV)



Aunque la primavera parece haber llegado solo a nuestros calendarios, si es verdad que ya se empiezan a ver algunos "brotes verdes" o síntomas primaverales: floración de algunos árboles, aves en pleno cortejo y otras ya ocupadas en construir sus nidos, niños llenando los parques, valientes en manga corta...

Uno de los recuerdos más primaverales que tengo de mi infancia es el de los pámpanos, nombre que nosotros dábamos a esas flores blancas de peculiar aroma y que según parece pertenecen a las robinias o falsas acacias. Pero más que su olor, recuerdo su sabor, pues trepábamos a los árboles y nos las comíamos en cantidades suficientes para no terminar con un dolor de barriga, lo que irremediablemente te ocurría si te pasabas con los pámpanos.

Pero esos no eran los únicos árboles a los que subíamos. Los árboles de morera estaban muy solicitados pues era preciso trepar a ellos para conseguir el alimento necesario para nuestros gusanos de seda. Una leyenda urbana decía que no era aconsejable darles lechuga pues se les explotaba la cabeza, cosa que creo que llegué a comprobar alguna que otra vez, no sé si por interés científico o por mera curiosidad.


Sin embargo, lo que sigue presente en mi memoria es el olor de las cajas de zapatos perforadas donde criábamos a los gusanos. Creo que ese aroma, inherente a toda esa metamorfosis, era el responsable de que nunca tuviera la paciencia necesaria para ver terminar el proceso, es decir, ver al gusano convertido en mariposa. A medio camino, más o menos en la fase de capullo, mis cajas con gusanos solían acabar en la basura.

También recuerdo las subidas a los cipreses del parque del Castillo pues éstos nos proporcionaban la munición necesaria para poder participar en esos juegos tan educativos que consistían en verdaderas batallas campales de intercambio de proyectiles.


El resultado de tanto trepar quedaba perfectamente reflejado en diversos cortes, heridas incisocontusas y moratones varios que terminaban adornando brazos y piernas de un cuerpo que parecía ejemplificar la llegada de la pasión de la Semana Santa.

Y vosotros, ¿también os subíais a los árboles?

4 comentarios:

Isabel Martínez Rossy dijo...

También yo tuve gusanos de seda... y la verdad es que me daban un poco de repelús...abrías la consabida caja de zapatos y estaban allí, entre las hojas de morera, moviéndose...para mi el proceso siempre terminaba en el capullo, me daba grima, ya te digo.
Un saludo

Náufrago dijo...

Isabel, me imagino que la mayoría de niños de aquella época experimentó alguna vez con curiosidad y asco a partes iguales eso de la cría del gusano de seda y su metamorfosis.

La verdad es que pensándolo ahora me doy cuenta de que, pese a vivir en la ciudad, pude criar en casa gusanos y algún que otro pollo. Los hamsters siempre estuvieron vetados en mi casa y únicamente podía jugar con los de mis amigos.

Hoy, desgraciadamente,muchos críos se entretienen cuidando tomagochis o mascotas virtuales...

Unknown dijo...

Hola, Náufrago.

Como niño de la época a la que haces referencia, yo también crié gusanos de seda en una caja de zapatos con agujeros. La verdad es que me encantaban y no me daban asco en absoluto; al contrario, me gustaba coger los más gordos y ponérmelos en la mano. Yo sí llegué a completar varias veces todo el proceso de la metamorfosis, que me tenía fascinado. Recuerdo perfectamente como los gusanos comenzaban a tejer el capullo en un rincón de la caja, hasta quedar completamente encerrados; y como, al cabo de unos días, salían las mariposas -esas sí me daban repelús- y llenaban la caja de huevos. Entonces, guardaba la caja en un rincón y supongo que a la siguiente primavera la volvía a recuperar para ver nacer a los gusanos, y vuelta a empezar. Incluso una vez mi madre hirvió uno de los capullos y logró deshilvanarlo hasta llenar un canutillo con un dorado hilo de seda. ¡Era una lección magistral de ciencias naturales!

A los árboles, en cambio, me he subido poco. Me crié en una ciudad y en los parques públicos siempre aparecía el guarda para reprimir nuestras ansias tarzanescas. Aún así, conseguíamos burlarle y robar peces y renacuajos de los estanques, que criábamos en casa, en un barreño. La metamorfosis de la rana era otro gran estímulo de la curiosidad infantil, al menos de la mía. Aunque, en este caso, apenas logré completar el proceso, porque las ranitas, cuando ya tenían patas, saltaban del barreño y desaparecían para siempre.

Efectivamente, en las primaveras y veranos de los 60, cuando no había tamagochis, videoconsolas, ni ningún tipo de mascotas virtuales, los gusanos de seda, renacuajos, lagartijas y otros bichos varios eran el entretenimiento de un montón de chavales. ¡Qué tiempos!

Saludos desde el Mediterráneo.

Náufrago dijo...

Querido Joan, veo que esta entrada también te ha traído recuerdos, algunos de los cuales también comparto, como la caza de renacuajos y ranas. Nosotros hacíamos carreras con ellas, aunque nunca saltaban cuando querías. Resultaba fascinante acudir a las charcas a ver a los renacuajos, sus colas que iban mermando, sus patas...

Otro día hablaré de Perico, un pollo al que le tomé muchísimo cariño y que acabó sus últimos días en la granja de un pueblo, supongo que en alguna sartén.